Por Joaquín Peña Arana
En el principio, la película fue una idea. Así de simple. Alguien leyó una novela, un poema, iba por la calle y se le vino algo a la mente, se peleó con la pareja, conoció a un escritor de ciencia ficción súper picudo, le agarró coraje a un magnate del periodismo, leyó una notita furris en el rinconcito de un periódico acerca de cómo un pueblo linchó a unos trabajadores universitarios, iba en un viaje de esos que transforman la vida y ¡zas! se le ocurrió algo que luego se convirtió en road movie. Así pueden surgir los grandes temas del cine.
El cineasta o es una suerte de predicador de tele dotado de un taleto para convencer a la gente o está rodeado de personas que en verdad lo quieren al punto de jugársela con él o es un terco que acaba por convencer para que ya no esté molestando o de plano tiene mucha suerte. Escritas en las cuartillas se ven tan simples películas como Amores Perros, El Padrino, Canoa, Annie Hall, ya no digamos las locuras de Jodorowsky y especies parecidas. Pero en la pantalla esas palabras traducidas en imágenes no han dejado de impactarnos.
Cómo se habría visto Kubrick contándole a alguien “oye, tengo guión para un peliculón de poca. Empieza con unas escenas en África donde hay una aldea de homo sapiens a los que se les aparece un monolito que hace un ruido extraño. Al día siguiente descubren la primer arma del mundo, un fémur. Días después pelean contra una tribu rival, se quedan con una reserva de agua en disputa y de repente ¡pum! el líder tira el hueso al aire y aparece en la pantalla un viaje espacial a la luna. ¿A poco no está de pocamadre?”.
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