Por Joaquín Peña Arana
En la literatura, de vez en cuando, se menciona un decálogo.
Su autor fue el
ensayista Daniel Pennac y fue publicado en su ensayo Como una Novela en 1992.
Su titulo es Los
Derechos del Lector. Y, como tal, menciona una serie de prerrogativas a las
cuales las personas que gustan de la literatura pueden acceder.
He visto por ahí
algunas variaciones de los Derechos del Lector. Una que otra persona se ha
tomado la atribución de hacer su propia versión, añadiendo o modificando a
criterio propio, pero la esencia de la fuente de inspiración es inequívoca.
Tomo uno de esos
derechos, uno que-para algunas personas- podría resultar contradictorio: el
derecho a no leer.
En mi caso, no pienso
hacer un decálogo, pero sí deseo externar una posición sobre mi filia por las
obras cinematográficas (y afines): MI DERECHO A NO VER.
Confieso que, con los
años -y los cambios en mi vida-, poco a poco, fui quedándome atrás en estar al
día. Se me fueron estrenos, series, las películas ganadoras de tal y tal
festival, las cintas obligadas a ver para hacer una reflexión sobre algo, los
nombres de quienes actúan o dirigen. Se fue ensanchando el grosor del vacío en
ese halo de conocimiento. Y, en algún momento, por varias circunstancias,
llegué a una conclusión: mi vida seguía sin tener que ver el cine del momento.
La serie que me
digan, se los puedo asegurar, no la he visto. No, no sé cómo se llama tal o
cuál director, directora o directore de tal y tal país. ¿Que la crítica
destrozó a tal película de Hollywood y elevó a alturas insospechadas a esa
otra? No lo sé. No estoy al día. Y exijo mi derecho a no estarlo.
Yo amo al cine por el
cine. Y el amor no debe ser obligación. Si fuera profesional de la crítica y me
pagaran por ello, pues es trabajo, y eso me llevaría a capacitarme y estar al
día. Pero, en este momento, estoy en este lugar, este ámbito en cual, por las
mil y un razones que quieran, no veo lo que-dicen-hay que ver. Y puedo dormir
tranquilo.

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