Por Joaquín Peña Arana
A los minutos uno empieza a sospechar que está frente a una de esas
películas que cosecharán elogios, premios y será la
sensación de cuanto festival no se nos atraviese. Y no me equivoqué.
A Claudia Sainte-Luce le fue de maravilla con
su ópera prima. Está bien. No me opongo a que alguien le vaya bien haciendo
cine, en especial en nuestro país, con lo difícil que es. Pero ahí, sentado en
mi butaca, sentí ese letargo propio de quien sabe está viendo una
película de festivales, por festivales y para festivales (o de intelectuales
por y para). No hay reproche en la cámara, ambientación, sonido y el etcétera.
Es sólo que a mí eso del retrato de una familia disfuncional, sin cabeza paternal de familia, donde la mamá se está
muriendo de sida pero pese al inminente fin tiene tanta alegría de vivir sus
últimos segundos. Ah, y acoge a una extraña que se encontraron en el hospital. Pues no.
En este corazón no entró.
Y eso de Los Insólitos Peces Gato, pues qué caray, bravo porque Claudia
se arriesgó con tremebundo título pero, volvemos a lo ya mencionado: cine para festivales. Como buen producto
cultural, es como un poema experimental, una canción de Los Caifanes, una
pintura abstracta o el videoarte: se le da la interpretación que nos venga en gana. La
mayoría de los críticos coinciden en la cuestión de la soledad, la familia
disfuncional, ver nuestra vida reflejada en una película (esta vez no es mi
caso), pero hay quienes vieron una dura crítica al banal y tedioso ambiente
laboral de un supermercado, otros el simbolismo del mar como espacio redentor y
el vocho un navío de ilusiones émulo del Molly Aida de Fitzcarraldo.
Queda claro que la única que actúa actúa es Lisa Owen. No es que Ximena
Ayala no haga lo suyo pero su papel no le exige más que verse así, solitaria y
meditabunda. El resto de la familia tiene diálogos que no suenan convincentes,
no los parlamentos sino las actuaciones. Y el cerrojazo, ese final simbólico
que parece que lo hicieron a la brava (se ahorraron el trabajo de cerrar
avenidas para la toma) fue el único momento que sentí cosquillitas en el alma
porque ni la onda esa de ponerse a llorar de frente a la cámara: repetitivo,
forzado, “pónganse a recordar cosas tristes”.
Y entré al cine con toda la intención de que fuera para mí una de esas películas entrañables con personajes
inolvidables, no una que me hiciera desear créditos finales aparezcan ya
aparezcan ya. Yo quería que el vocho amarillo se volviera de mis símbolos
cinematográficos favoritos, yo que tengo uno blanco hubiera estado dispuesto a
pintarlo color canario.
Miren, dénme chance de volver a verla. Lo bueno de ser cinéfilo sin
obligaciones es que tengo toda la cancha para una revisión y modificar mi
postura. A mí no me duele cambiar de opinión.
Confío en una segunda navegada en busca de esos peces insólitos.
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