Por Joaquín Peña Arana
A la distancia parece cosa de risa cómo vivíamos con tanto miedo en México hace unos 27 años. El poder del presidente se percibía absoluto. Desafiarlo era cosa de locos, revolucionarios o valientes. Había que ingeniárselas para hacer crítica y no terminar perdiendo la chamba, en una mazmorra o desterrado por imposición o voluntad propia. A la distancia se siente exagerada la manera para cuidar las formas, “no diga nombres”, “le habla el Señor”, “son fallas del sistema”, multiplicidad de eufemismos por doquier. En el imaginario e ideal México del año 2000 enfatizar que no hay prohibiciones (“¡dígalo, ahora nada está prohibido!”) era, en el fondo, una forma de liberación.