Por Joaquín Peña Arana
Durante un viaje vi una película cuyo título sonaba simplón: Las Flores del Cerezo. Me bastaron unos cuantos planos, notar su ritmo lento y ver que estaban en Alemania, para dictaminar de volada que era una película de cine club. Me pregunté “¿y esto cómo se coló en el autobús?”.
En pedacitos le fui echando un vistazo. Poco a poco, la trama me atrapó. Cuando llegamos a la central, todavía no se acababa. Me retrasé a propósito pero ya no hubo otra opción y cuando iba a la salida una señora, parada en el pasillo, no me dejaba bajar. Pensé que buscaba algo suyo pero no: estaba viendo la pantalla, tratando – como yo – de ver el final hasta donde le fuera posible. De repente, se dio cuenta que yo estaba detrás y dijo “ay, disculpe. Es que la película está muy bonita”.
El impacto que esa película tuvo en ella me llevó a meditar cómo los sentimientos, valores y fallas elementales de la humanidad, pueden llegar al público que sea cuando la obra cinematográfica así lo permite, sin importar el idioma o el país de origen. Aquí debería estar rebanándome el seso opinando sobre Las Flores del Cerezo pero, en sí, no es necesario vaciarse en una cascada de palabras. La película es bella, si se le quiere agarrar ese sentido. ¿De qué trata? Amor. Anhelos. Frustración. Abandono. Descubrimiento. Nostalgia y otra vez, el amor. A ver, intelectual de pacotilla que adora Irreversible, las de Takeshi Kitano y le pone casa a Carlos Reygadas, seguramente estás bien a gusto con tu vida. ¿Y si te sorprende la muerte? ¿Seríamos tú o yo menos distintos a los esposos Angermeier o sus hijos? ¿Les ha pasado alguna vez que un extraño puede consolarnos más que la familia? ¿Es cursi lo que Rudi hizo por su esposa o es un supremo acto de amor?
Las Flores del Cerezo es un viaje. Nos lleva hacia lo que dejamos de hacer, lo que perdimos, lo que deseamos recuperar y concluir.
Rudi es simplemente el alma humana que la mayoría hemos perdido.
ResponderEliminar