Por
Joaquín Peña Arana
Tengo
algunos años viviendo muy cerca de Estados Unidos. Digamos, lo que toma
trasladarse a un puente internacional en Matamoros, Tamaulipas (México, para
mayor referencia), cruzarlo e internarse a Brownsville, Texas. Claro, con visa en mano.
Luego
entonces, me ha tocado conocer a personas que aman las armas. Pero en verdad
las aman. Y me sigo preguntando por qué.
La
película que en español conocemos como Masacre en Columbine examina ese amor
tan estadounidense. Quienes defienden su derecho a poseerlas reclaman que, ante
todo, es para proteger sus hogares (¿se necesita una semiautomática para eso?);
además, la Constitución de Estados Unidos lo incluye en ese ambiguo apartado
llamado Segunda Enmienda. En su momento, Michael Moore se hizo varias
preguntas. Era el 2002, aún con los ataques del 11 de Septiembre sobre la piel.
¿Por
qué me ocupo de esto, ahora? Porque a futuro lo volveré a hacer, aunque no lo
desee. Por lo visto, que alguien tome armas, ingrese a un sitio público en algún
rincón de Estados Unidos y provoque una matanza, no dejará de ocurrir.
Vean
Masacre en Columbine, en especial, si me hacen el favor de leerme en Estados
Unidos. No porque piense que Michael Moore es infalible. Es un gran cineasta
pero es, también, un tipo que puede ser desagradable y detractores no le faltan.
Pero en el tema que nos ocupa ¿alguien le puede decir que no tiene una pizca de
razón?
¿Por
qué me ocupo de esto, ahora? Porque volvió a ocurrir una tragedia. No necesito
escribir sobre el lugar, el número de víctimas, las banderas a media asta. Aquí, lo lamentable, lo horroroso, es que no
será la última ocasión en que recomiende ver Masacre en Columbine.
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