Por Joaquín Peña Arana
Recuerdo el cartel: un Jesús coronado con espinas, sentado de espaldas en una silla de director, cigarro humeante en la mano. En la silla, su nombre en puntitos brillantes. Frente a él, una gigantesca luna llena y la ciudad de Montreal.
El punto culminante de la escenificación es la aparición del propio Daniel como Jesús, desnudo, flagelado, cruxificado de una forma poco ortodoxa pero fiel, según su investigación, a la manera original.
La película puede dividirse en tres partes fundamentales: el proceso en que Daniel selecciona a su ecuménico reparto, la polémica que genera la puesta en escena y el trágico accidente que precipita los acontecimientos.
Esta película parece inocua para nuestros días. Ridiculizar o parodiar la figura de Jesús es pan comido. Pero, allá en 1989, le fueron vistas las suficientes cualidades para obtener una presea en el Festival de Cannes, una nominación al Oscar y un montón de premios.
Al final del filme, Daniel es cruxificado y su muerte permite a otros la resurreción.
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