Por
Joaquín Peña Arana
Hay
varias formas de acercarse a la figura de Nelson Mandela.
Podemos buscar las fuentes históricas: hay libros, videos, archivos,
hemerotecas. Internet ofrece muchas posibilidades. Pero el cine, el
bendito cine - cuando puede considerársele bendecido y capaz de bendecir
– nos permite un rápido chapuzón de historia en un par de horas.
Ojo,
no olvidemos que el cine es eso: cine. Salvo que se trate de documentales, lo
que vemos en la pantalla son reconstrucciones con base en el criterio de
argumentistas, actores, directores y en ocasiones se alteran hechos con tal de
hacer el producto más digerible y comercial. Pero como dicen en la ciudad
que habito, masinembargo (lo cual se interpreta algo así como “a
pesar de ello”), las películas pueden cumplir con la función de enseñar y
permitirnos aprender siquiera un poquito acerca de quienes han construido la
historia.
Invictus
es una de ellas. Es comercial, hollywoodense, dirigida por Clint Eastwood y con
Morgan Freeman como Nelson Mandela y Matt Dammon como el jugador de rugby
inspirado por el presidente y ex preso de conciencia. Invictus está bien, pero
hay otra película que, pese a sus críticos, nos ofrece otro punto de vista: ya
no necesariamente es Mandela, sino cómo su resistencia pudo transformar la vida
de un racista.
Eso
nos cuentan en Adiós Bafana. El celador James Gregory fue real. Tuvo como
principal misión vigilar a Mandela en las cárceles donde estuvo el líder
sudafricano. Una relación que se extendió durante casi 30 años.
A
primera vista, Adiós Bafana parece ordinaria y simplona en varios aspectos:
maquillaje, utilería, ambientación, hasta la dirección, a cargo del
experimentado Bille August. Lo trascendental es la historia de este guardia, su
relación con Mandela y cómo su recalcitrante amor al apartheid sufre una lenta
pero paulatina metamorfosis que puso en jaque carrera y familia.
Algunos
han puesto en duda la veracidad de la historia. Aquí lo importante es
adentrarnos, a través de otros ojos, a la figura de Mandela y poder entender
por qué es admirado, querido y, cuando llegue el momento, llorarle.
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